sábado, 30 de abril de 2011

CUENTO

A veces se quedaba inmóvil. Con la vista fija en ninguna parte, mientras sentía como el miedo y el odio subían de sus entrañas. A veces se movía arrastrándose por la calles de la ciudad. Viendo de reojo la podredumbre que lo rodeaba, que le cerraba el paso con infames tarantines y miseria. Mientras, la ansiedad y angustia le impedían respirar. Cuando respiraba, era aire pesado y agresivo, hedor a violencia y miradas en caras tensas y peligrosas. Un golpe de ansiedad le estallo en el vientre, y le subió por los pulmones a la garganta y de allí taladró hacia arriba.

El periódico de la mañana ya había hecho su efecto. El asco de las noticias, y el odio y el miedo. “Quisiera matar a alguien, quisiera matar a alguien.... Alguien debe matar.”
La cara babosa del poderoso mintiendo y los sucios imbéciles coreando. Recordar, recordar, si pudiera recordar como era esto antes. Un afiche enrollado en un poste repetía la cara del mentiroso baboso sin ninguna vergüenza.

Lelo, entró a la arepera. Ahí, de pronto, le asaltó la televisión. Allí se recordó de la tragedia del momento, la que tocaba de pleno desarrollo. Vio familias miserables arrastradas con todo por quebradas, ahora repentinamente ascendidas a ríos. Vio la sorprendente ineptitud orgiástica revolucionaria. Cuentos de rescates rayando en lo heroico en sitios angustiosamente familiares. Absurdo, todo absurdo y asqueroso. Quería tomar un café solamente, pero sintió la ansiedad subir de pronto destrozando órgano por órgano hasta asfixiarlo. Se sentó a lado de un borracho amanecido que no alcanzaba a llevarse una cucharada de mondongo a la boca.

Hacía tiempo que en realidad no caminaba, más bien se arrastraba. Por lo menos no como antes que él recordara caminar erguido. Ahora se medio arrastraba viendo a los lados. Con miedo y odio. Lo habían convertido en un animal sucio y miedoso. Tantos años ya de ver la mierda de cerca y tener que comerla, verla y olerla, en cada paso del día. Un animal, como todos los que veía al mirar a los lados, entre tarantines de buhoneros. Animal sucio, feliz en la ignorancia, acostumbrado al miedo, y confundido en el odio. No; animal así solo no, algo que se arrastre, se odie y huela mal como la calle misma. Matar. Matarlo a él.

Nunca había pensado en matar, pero si no hay esperanza, ¿que más da?

Sobre todo, al menos, el cielo estaba azul radiante, claro total. Un momento con derecho a ser bello y no lo era. Un esfuerzo máximo de Dioses ocultos era inútil, tu alegría olvidada. Así caminaba arrastrándose hacia su destino hoy.

Ella estaba cansada en su jardín. El sol esplendoroso, la luz total, y ella cansada. Pero cansada de ganas. Sin ilusión. Su alegría olvidada. A veces se quedaba como viendo lejos, cansada, sobre la vista espléndida desde su jardín. Tanto nadar para morir ahogada en la orilla. Matar.

¡Estoy viviendo obligada! Ella estaba cansada en su jardín. Matar, quisiera matar. “He vivido una vida entera, y lo que me queda es mi alegría olvidada”. Sentada quieta, brazos caídos, mirando lejos hacia el mar.

Ceguera, Ceguera. No recuerda como era. ¿Cómo era? Esta luz, este día esplendoroso y el mar. Y la brisa llena de palmeras. ¿Y las aves? ¿Cómo era? Ceguera y nada habré olvidado. Antes, ¿que me causaba toda esta belleza? Libres, sin jaula. La brisa, el sol y los colores. No recuerdo. Antes de que esta nube invisible lo penetrara todo. La nube oscura, hedionda, extraña, foránea, lo ensuciara todo. Y esa interminable perorata hedionda ¿Que era lo que sentía entonces? ¡Mi alegría olvidada! Matar. Así habían llegado a ser sus días en el paraíso de luz. Sin luz. Imposible ver el mar.

Él, con el miedo imbuido. Penetró en el purulento centro de la ciudad. Lleno de vómitos. Ajeno, e impregnado del olor nauseabundo de negros extranjeros, dulzón. Con el miedo imbuido. Mirando de reojo. Aterrado quiere matar. Pero no se atreve. No tiene nada que perder y no se atreve. Nada en la mierda y teme, asustado, teme perder el miedo y el asco. Ser como ellos. Se arrastra mirando de reojo. Encorvado. Su alegría olvidada.

Matar. Quizás este sea el momento de ser mejor de lo que fui. Ahora se acordarán de mí. Me deberán el futuro. Temo perder el temor.

Llegó frente al edificio inmundo, que habría, impúdico, sobre la calle llena de buhoneros de todos los oficios posibles, pasó la puerta mirando de reojo, y subió las escaleras destartaladas donde todos escribían mierda. Subió un piso lentamente, desconfiado. Frente a una puerta llamó tres veces y, después del zumbido eléctrico, empujó y entró con asco. En la habitación minúscula, empapelada de un verde podrido y húmedo, estaba una pequeña mesa con dos sillas, en una de ellas lo esperaba un hombre flaco, demacrado, con expresión de tristeza agobiante. Vestido con un traje gris raído, esperaba impávido, inclinando su cabeza demasiado grande para el cuerpo. Mirando sin ver, detrás de sus ojeras desproporcionadas. Opresión y claustrofobia. Matar.

Colocó el cuchillo de cocina que llevaba en la mesa. Así completaba el cuadro. Así era la contraseña, expresionista. Dos hombres grises, desesperados, que intuían la gran tragedia y trabajaban para lograrla. Cuerpos desproporcionados y cosas patéticas en las paredes, alegóricas a decadencia y muerte.

Cuando hubo oído el plan, perdió el miedo y el asco. Esto es matar, por fin. Dos hombres demacrados sentados a una mesa, ya terminaron de hablar, y solo el silencio se expresaba. Ya estaba dicho: el plan. Matar eficientemente, me deberán el futuro.

A él le gustaba soñar despierto. Era una afición o vicio cultivado desde muy niño. Le gustaba inventar historias, a veces complicadísimas, en donde él era protagonista. En donde hacía todo lo que no podía hacer, ya sea por incapacidad física, emocional o cualquier otra. O por pereza o miedo. Durante toda su vida, cuando se le ponía difícil dormir, que era casi siempre, recurría a sus historias y alternaba entre ellas. A veces un general de ejércitos mundiales, heroico y amado; a veces un escritor, filósofo y economista que descubría el santo grial de la humanidad, algo tan obvio que solo la imbecilidad global no había podido ver; o un vigilante justiciero, anónimo y letal. A veces soñaba con las mujeres más bellas y las fortunas más grandes y poder. Se olvidaba de su pequeñez y de una vida que consideraba perdida, desperdiciada, botada por la alcantarilla del tiempo. Huía así de la ansiedad que estos pensamientos le causaban, como un animal que le mordía las entrañas, una asfixia que le subía desde el vientre, la cabeza palpitando; y sus recriminaciones recriminando, recriminando: culpa, culpa. Para quitar la idea del suicidio, la que más temía, soñaba y soñaba, y la angustia iba cediendo al verdadero sueño, y a su debilidad. Paz aunque falsa.
Pero desde que la nube nauseabunda se había bajado, con sus demonios y sus desesperaciones; con su súcubo femenino engañando y falseando, esparciendo hediondez, entonces, le había nacido una fantasía nueva: Matar.

El miedo volvió de pronto. El temor indescriptible a lo desconocido, a la locura imperante. Al sucio, al caos, a la anarquía, a la mala leche, a la mierda de las ideologías, a la gente inmunda, desastre, hediondez ¡Mierda, mi país me ha traicionado! La angustia apretó con alicate sus entrañas. Matar.

El recordaba las palabras del hombre gris de la cabeza grande, en el cuarto verde podrido y claustrofóbico: no falla, tenemos luz verde ¡como la pared podrida! es el avión de los muertos. Y punto.

He perdido el miedo al temor. Me deberán su futuro. Así de simple. Respirarán el sueño eterno. No falla. Esta es lata de la muerte. Es curioso que el final de los tiempos haya empezado aquí, tan cerca. Aquí y ahora.

Ella soñaba despierta con un cuadro bello; luminoso, con el calor pintado, y el cuerpo de mujeres esbeltas, como el de ella antes. Soñaba despierta aunque no quería dormir, soñaba despierta porque quería engañarse ¡Estoy viviendo obligada! Ella tenía antes un cuerpo esbelto, pero eso no importaba; si solo pudiera ver la belleza y la luz. Si tuviera la suerte de ver la luz que no podía ver ahora. Que veía pero no veía, su alegría olvidada. El jardín inmenso, la isla, la luz del mar, que no podía ver con alegría. Sin luz no hay cuadro. Sin embargo, soñaba despierta con lo que podía haber sido y no era. Con la alegría de poder crear y ver las formas, temperamentos, ver cosas, la luz y el sol. Pero la nube ya se había bajado. Matar.

Ella miraba fijo en su jardín frente al mar. Al horizonte, y soñaba despierta con lo que debía haber sido suyo por estar allí. Los planes de alegría, olvidados. Ella miraba fijo: ceguera y no habrás olvidado nada. No habría olvidado la habilidad de pintar, la que ahora no sentía; ¡pero si allí está el jardín!, el mar, la brisa, los pájaros, ¿qué más? ¿Qué es este sentimiento gris? Es lo que no tengo. Es lo que no había olvidado. Que sea lo que sea: ¿matar?

Lejos vio un gran avión pasar cargado de turistas, contra el sol.

El caminaba de regreso por la calle, mirando de reojo, oliendo la hediondez. ¡Que ladilla!, ¡el comienzo del fin!, ahora, aquí. El episodio del cuarto con aquel hombre le pesaba en el miedo. Él era el ungido, llevaría a cabo lo necesario. Lo que vendría luego estaba visto que sería el fin. Toda esta mierda saltará por los aires, y la sangre correrá por todas partes. Sintió necesidad de hablar con ella, de contarle todo, descargar el alma herida y sucia; pero no se puede. A ella nunca le había confiado la realidad de sus fantasías, la angustia de sus fantasmas, en eso eran extraños.

El hombre del cuarto, el de la cabeza demasiado grande para el cuerpo, hablaba por otros, detrás de otros, en un mundo de innombrables. El miedo había llegado con ansiedad y tortura a los más elevados; ¡por fin!, ya se han decidido, por fin tendré oportunidad de actuar sin soñar. ¡Me deberán el futuro! Apretó con decisión la caja que llevaba bajo el brazo, donde estaba la lata de la libertad y el fin de la inmundicia.

Ella sintió llegar desde el vientre la risa histérica que la abrumaba, la alegría patética, la carcajada total incontenible, el escape, negando todo en una carcajada. Ella entendía lo que le pasaba, pero no podía evitarlo; o no lo entendía, y era mejor todavía. Y esto en una conversación cualquiera, con una amiga que quizás no lo era. Le aliviaba sentir la euforia irracional, que bloqueaba la realidad. Se dejaba llevar por los arrebatos de locura tan indispensables, que anestesiaban, feliz al fin en la actividad histérica total.

Esa era realmente su única defensa, por lo menos la única que le quedaba, en esta nube espesa. En este jardín de alegría olvidada. En esta nueva situación inesperada que destruía la vida. Opresión. Matar.

Se levantó de la hamaca. Desde el corredor del balcón, donde colgaban los chinchorros, miró hacia el jardín, con el mar detrás. Se estiró levantando los brazos, y doblándose hacia atrás, disimuló la procesión por dentro con un bostezo exagerado. Dirigiéndose a su amiga, que quizás no lo era, dijo con interés falso: - Vamonós que vamos a llegar tarde-. Y sin más, se fue chancleteando rumbo al cuarto, rascándose una nalga. La amiga sonrió con expresión de vieja borracha. ¡Que difícil es buscar diversión aquí!, donde lo que provoca es quedarse enconchao.

La alcaldía, en su intento de revolución novedosa, había gestado una escuela de arte dramático. Iniciativa muy loable, por cierto, aunque la intención fuera otra.

Una graciosa señora de Caracas, dueña de una única casa conservada del pueblo, la donó, a sabiendas de que la había perdido para siempre. La casita era una joya, perdida en el tiempo, era lo que siempre había sido. En aquellos tiempos olvidados donde había casas así. Nada especial, sino todo exactamente igual. De construcción humilde, pared con pared con las demás del pueblo, era como un museo. Toda casa lleva la personalidad del dueño, especialmente si es mujer. Y la graciosa señora, era de un profundo conocimiento vital y de una gran rigurosidad histórica, cuando de esa vida perdida se trataba. De esa vida pasada y perdida en un pueblito, en una isla.

Así que la última reliquia fue entregada en sacrificio. Pero los estudiantes reclutados para la misión dramática municipal, resultaron ser muy particulares. Las clases se organizaron en el patio trasero, quitándole el sitio al gallinero, bajo las matas de mango, para que den sombra y algún mango. Pero al interior de la casa no se pasaba, o lo hacían con gran respeto, con cuidado de no molestar a los espíritus. De no perturbar el recuerdo intacto del pasado. Los muchachos y muchachas de la nueva revolución eran todos del pueblo, o de la zona. Realmente estaban ingenuamente entusiasmados con sus garantías de libre creación. El ambiente de la casa, el patio con matas y árboles y la brisa fresca, arrebataron su alma en paroxismos de libre pensamiento inspirado. En todo lo que hacían, y creaban, se reflejaba la necesidad imperiosa de libertad individual, tan poco colectiva, tan poco revolucionaria. Al profesor asignado, en medio de su homosexualidad, le excitaba esta rebelión juvenil de creación teatral libre. Esto sucedía en la casa de pueblo bien conservada, y el patio, donados por la graciosa señora de la ex oligarquía caraqueña. Ella, que había desarrollado el hábito de venir por temporadas, a observar el trabajo creativo en “su” escuela.

Así el Instituto Bolivariano Municipal de Arte Dramático se convirtió en un pequeño foco de luz inesperada, que enorgullecería al propio prócer. Se puso de moda ir a verlos en sus precarias funciones de fin de semana, posibles, gracias a la indolencia y falta de celo de sus censores municipales. Se inventó la idea de sostener un festival municipal de producción libre, con diferentes grupos compitiendo, en obras de formato libre, tema libre, o sea: la receta de una bomba.

A la función de hoy era que ellas dos no querían llegar tarde. Fumadas y medio peas, arrastrando su cruz interna, se fueron a buscar un poco de escape para olvidar por unos momentos la opresión de la nube. Se fueron a la única casa que valía a la pena en el pueblo, todavía conservada por milagro de las circunstancias. Se habían colocado unas sillas de plástico blanco en semicírculo alrededor del escenario bajo los mangos. La gente fue llegando, abundaban las camisetas rojas, pero también ropa informal cualquiera, gente del pueblo, variopinta, y también había escuálidos como ellas, hasta gente que venía desde lejos. En la función de hoy actuaban todos los grupos. Cada uno debía presentar una creación pequeña y rápida, de un solo acto, de profundidad social; esto era un muy difícil reto de creatividad. El maestro homosexual y sus chicos aprendices estaban muy excitados. Las obras eran secretas, y muy bien cuidadas por los grupos, estos se disponían a exhibir sus creaciones, abiertamente, sin miedo, sin ver de reojo hacia los lados.

El hombre de la cabeza demasiado grande para el cuerpo, permaneció sentado un tiempo sin moverse, en el hedor asqueroso de la habitación, caliente y húmeda. El hombre de la cabeza grande y triangular era una creación de la desesperación total. Una vez cumplida su misión no tenía a donde regresar, debería desaparecer en el aire, pero no podía; su vida se acababa de convertir en algo imposible igual a él. Mirando al frente, suspiró, bajó la vista, y se incorporó lentamente, envuelto en su traje gris, sucio y arrugado. Giró la cabeza, triangular y pálida, observando cada detalle de la opresiva habitación. Ninguna huella, ninguna sombra de los dos hombres grises y desesperados. Cogió el cuchillo de cocina que estaba en la mesa como contraseña, lo miró y sonrió. El cuchillo que completaba el cuadro, patético, el cuadro de una guerra que venía. Morir tenemos, ya lo sabemos.

Se guardó el cuchillo y movió su cuerpo flaco y descuadrado a través del cuadro, dispuesto a salir de él. Salir para no ser parte de algo que pudiera aparentar estética, que quizás alguien, en su mirada tortuosa, pudiera considerar hermoso. Salir a la calle maloliente, llena de ambulantes extranjeros, de maleantes y policías. De pordioseros y destituidos, creyentes en la revolución. Se dispuso a caminar las calles asquerosas que lo separaban de la avenida más o menos principal. Tratando en todo momento de llevar, con gran esfuerzo de su cuello, la cabeza alta, mientras negociaba el paso por la acera pululante de seres infrahumanos. Apretó tanto el cuchillo de la contraseña, dentro del bolsillo, que se cortó. Llegó al metro y entró, teniendo ahora cuidado profesional en que no lo siguiera nadie.

Ya en el vagón, sintió una resaca del estrés del día, y todos los anteriores. Una depresión tremenda, un hueco en el estómago, estaba más flaco y descuadrado que nunca, se agarró duro para no caerse. Se dio cuenta de que no comía desde el corn flake de ayer. No sentía hambre. Si hubiera sabido, más joven, que sentir stress era la solución para la gordura, se hubiera evitado horas y horas de ejercicio. Con sentir algo que desgarrara el alma y doliera la existencia, hubiera bastado. Ha debido alistarse antes en alguna operación para eliminar, sacar del juego, a algún hijo de puta, cualquier ser odiado, y odiable, a una mierda humana, de esas que existen para arruinar las vidas.

Bajó del metro y, caminando recto, se fue lento hacia su destino: desaparecer sin dejar rastro. Mascullando el recuerdo de los planes de muerte, considerados y abandonados, urdidos con negra imaginación, en noches de insomnio y ansiedad. Planes calenturientos para usar modelos aeronáuticos de última generación para enviar en juguetes voladores cargas de macro explosivos, y volar el palacio hasta el infierno.
Estudiados en detalle, analizados, y descartados. Planes para infiltrar personas en los círculos internos infectadas con enfermedades mortales y que le contagiarían, especie de zombis suicidas. Los tradicionales francotiradores tan devaluados. Bombas. El avión, si, si, el avión. ¿Pero como? Y por fin la idea genial: el plan en ejecución. Un golpe de estrés y angustia le asaltó subiendo desde el estómago, tomándolo por la garganta, apretando, se le nubló la vista, se sentó para no caer.

Ella y su amiga, que quizás no lo era, buscaron un par de sillas bajo el mango, lo más cerca del escenario improvisado, espantando un pollo que picoteaba en el patio. La gente empezaba a llegar. Los jóvenes artistas, de la nueva revolución indescriptible, se afanaban en sus preparaciones individuales, comunitariamente cooperativas. Se encendieron las luces puestas en las matas. El alcohol y las pepas hicieron su efecto anti-ansiolítico en ellas, trayendo un poco de la tranquilidad olvidada. Pero la tranquilidad duró poco. En la puerta del patio, desde la casita preciosamente conservada, parado, quieto, recto, vistiendo su braga, uniforme militar de trabajo, con sus insignias, armado, y la mirada triste y pérdida, y con la expresión definitiva de lo inevitable, estaba él. Me deberán el futuro.

Ella sintió de nuevo la realidad de la ansiedad, miró de reojo a los demás del público en el jardín teatro, una mirada a él bastó para partirle el alma de nuevo, el pánico la cogió por la garganta. Hizo lo que le tocaba hacer, para evitar contactos directos, sacó su viejo celular y llamó a un número. –Aló- ¿Familia Frías?- A perdone-. Equivocado, como tenía que ser. Ya el mensaje estaba transmitido. El comienzo del fin. Su amiga, que quizás no lo era, ajena a todo y borracha y trona, le paso disimulada la carterita con güisqui. Un buen trago no hizo mal a nadie.

Él, cumplida la misión, terminado todo, salio encorvado, arrastrando los pies y sin llevar ya la caja que había dejado bien colocada donde el hombre de cabeza grande y triangular le había indicado durante los largos meses de preparación. Siendo él soldado profesional y teniente, y después mayor, piloto certificado de A300, no necesitaba muchas explicaciones, una vez concebido el plan, ya todo encajó. Salió del oasis de la casita, conservada tercamente por la dama ex oligarca, y enfiló por la calle asquerosa, mirando de reojo, esquivando las cagadas de los perros sarnosos que morían de hambre en el lugar, cambiando de acera cuando vio una mesa de dominó, bajo una uva de playa, donde golpeaban las piedras y gritaban obscenidades dos cubanos jugando contra el alcalde y el dueño de la bomba de gasolina PDVSA.

En el zaguán de la casita, ya ambientado en la expectativa previa de las actuaciones, libres y sin censura, del glorioso grupo de jóvenes hijos de pescadores que vivían su revolución alcahueteada por el caribeño maestro homosexual; se apagaron las luces, se encendieron los focos. Un arlequín de pueblo presento la obra:








LA PERSONA, EL SÚCUBO Y EL MALIGNO
(TRAGICOMEDIA EN UN CUADRO)



PERSONA:
(con asombro)

Se ha bajado una nube espesa
Espesa y pesada
Desesperada, triste
Gruesa
Nuestra alegría olvidada

Se ha bajado una nube espesa
Sobre planes bien pensados
Concebidos de estrategia

Y los planes nuestros
De alegría
Olvidados

Se ha bajado una nube espesa
De contradicciones concertada
Que pesa por lo gruesa

Engordada de ficciones
Mentiras y traiciones

Una nube hedionda
De maldades
Espesa, ocultando

Se ha bajado una nube gruesa
Y ha cambiado la historia
Confundiendo la memoria

La historia sin futuro

Y los planes nuestros
De alegría
Olvidados

Y el Maligno contento. ¡Seguro!


SÚCUBO:
(con malicia)


En esa nube bajada
Hemos venido todas
Y todos
Que también lo son

Hemos venido oliendo
El olor que nos embarga
Y una larga perorata
Que nos llega en sus alientos

En esa nube, mijito
He traído mis contornos
Preñados de ficciones
Mentiras y traiciones

Mis caricias
Y mi sexo
En esa nube han bajado

Ceguera
Y verás
Que nada has olvidado

En esa nube comando,
El Mío
Me ha enviado

Y no vengo sola
Te digo
Otros peores han venido
El Mío, Maligno, ha querido

No se distingue bien
Peores o mejores
En esa nube bajada

Verás si son buenas o no
Mis caricias
Y mi sexo

Que en esa nube han bajado

PERSONA:
(espanto)

¡Dios! ¡mi país me ha traicionado!


MALIGNO:
(cantando)

Se ha bajado una nube espesa
Penetrando la vida toda
Cambiándoles los humores
Odiándoles sus candores
Y en esa nube cambiante
De gritos vociferante

He venido yo a salvarte
Olores maldades podredumbre
Ahí está
¡Tu patria vociferante!

Me la paso prometiendo cosas
Por todas partes...

PERSONA:

¿Cual visión feroz
Se me aproxima?
Un disfraz
Una mujer

Me confunde
Me equivoca
En esa nube ha bajado
Oliendo a mal nacido

Odiado

¡Como lo hemos creado!
¡Se ha amamantado!
Una mujer...
Se ha desarrollado

(Pensamiento en off:)
“Confía en ella
Y el Maligno habrá triunfado”

SÚBCUBO:
(con alegría)

El Atroz
El Mío
Me ha indicado
Que todo lo ha embargado

Que tus infames pretensiones
Tu orgullo te ha traicionado
Tu fe
Lo ha amamantado

Persona pequeña
De tonta
Ciudadanía
Todo lo ha embargado

Te espanta la idea
Que tu país te ha traicionado
¡Tonto!

Todo lo ha embargado

Con esta nube maligna
Hedionda e indigna
Que se ha bajado

Y oyes mis palabras embelezado
Lamiendo mis curvas
Con tu lujuria
Que has recordado

Y tus sueños de felicidad
Olvidados

Tu país te ha traicionado

Nada existe ya
Solo yo
Y mi Maligno
Apoderado

Con esa nube
Que ha bajado
Hemos llegado

PERSONA:
(Llevando la cabeza entre las manos)

He soñado la razón
Y elucubrado explicación

He pensado, idealizado
Rezado, más que nada
Rezado

He vivido
Y cierto es que todavía
No he muerto
Y debo vivir esto

Estoy vivo
Y no creo lo que veo
Lo que sufro
Si lo creo

Inútilmente he rezado

Siento miedo
Inútilmente he rezado
Y de pronto en esta nube
Han bajado

En esta niebla hedionda
Insufrible y asfixiante
En donde no se distingue
Ser de buen talante

Sin esperanza
He quedado

Con una diabla travestí
El maligno me ha tentado

Y con artes me ha engañado
Con este sinuoso súcubo
Que se ha bajado

Me rindo ya cansado
Ya me rindo asqueado
Desesperanzado

¡El Mal habrá triunfado!

¡Mi país me ha traicionado!

Y los planes de alegría
Olvidados

¿Y que hago?
¡El súcubo me ha engañado!


MALIGNO:
(Lanzando rayos de fuego)

¿Por qué desesperáis
Si he venido
Y de ninguna forma
Me habré ido?

Me he instalado

Ceguera
Y verás que nada has olvidado
Cuando eras libre
Y no habíamos bajado

Tus planes de alegría
Olvidados

Tu país te ha traicionado.


En la bomba de gasolina, a la salida del pueblo, donde la calle se junta con la carretera de la playa, la muchacha que servía gasolina a una camionetota nuevecita, azul sin placas, levantó la cabeza y abrió los ojos grandes al oír el radio que sonaba desde la camioneta. El chofer y dueño frunció el ceño.

Él siguió caminando, subiendo por la carretera de tierra que llevaba al jardín y la casa, de donde ella y su amiga habían salido más temprano. Imaginaba que ya a esta hora empezaban a llegar noticias. Un perro sarnoso se había venido caminando tras él desde el pueblo. Dos malandros en bicicleta venían bajando. Pero él miraba de frente y no de reojo, la ansiedad que sube desde adentro y aprieta y retuerce no estaba. Ya fuera del pueblo, sintió una sensación extraña: pudo ver que unas vacas pastaban en un potrero, que detrás había una lomita suave y verde, con casas vacacionales, y más arriba había un cerro alto con nubes en la cima. Y le gustaron.

En el zaguán de la casita, tan bien conservada por la dama ex-oligarca, se produjo un silencio estupefacto al terminar la pequeña obra teatral. El maestro homosexual estaba pálido, atacado de pánico. El comisario político de los círculos, atónito, ya había decidido a quién culpar, y que cabeza caería, que no fuera la propia. Ella y su amiga, no sabían si reír o correr, o si disimular para no ver las caras del público, de la gente que, horrorizada, temía que, solamente haber estado allí, fuera a ser un delito. Mirando de reojo, nadie sabía que hacer, excepto el de los círculos, que se levantó empujando su silla hacia atrás. ¡Hijos de puta, maricones, mariconsones! Con su cámara de video tomó, lenta y expresamente, una panorámica mientras el miedo le subía, no fueran a creer. ¡Mierda!, mirando de reojo, asqueroso, oliendo la hediondez, aterrado.

Ya la camionetota azul sin placas se había ido corriendo, incrédula, por la carretera, como alma que lleva el diablo, con súcubo y todo. Una de las dos bomberas, la negrita, dijo: Eso debe ser invento de ese carajo para ve’ quien se le alza pa’ jodelo. Pero el locutor había dicho claramente: el avión presidencial se encuentra desviado de su curso desde hace horas y vuela a treinta y cinco mil pies con rumbo fijo en dirección al sureste. No responde a ninguna comunicación. Dos cazas italianos, de la OTAN, han sido enviados a interceptarlo para investigar la situación. La fuerza aérea libia también ha sido alertada. El gobierno venezolano no ha emitido ninguna declaración al respecto.
En el avión viaja el presidente y una comitiva de 123 personas, más la tripulación. El destino era el aeropuerto de Roma, para asistir a una audiencia papal en el Vaticano, en el marco del sínodo convocado por el Papa Benedicto.

El hombre descuadrado con la cabeza grande y triangular, como de un cuadro expresionista, veía impávido la televisión. La ansiedad y el estrés habían desaparecido y solo quedaba un cansancio infinito. Ahora si, la mujer de CNN decía: “los cazas que ahora escoltan al lujoso Airbus reportan que no se detecta ninguna señal de vida dentro del aparato, ni en la cabina de los pilotos, ni en el resto de las ventanas del avión. El aparato mantiene un vuelo estable y fijo en un rumbo sureste que lo llevará a sobrevolar la península arábica y el océano índico, los pilotos de los cazas no reportan evidencia de una despresurización violenta, desde hace varias horas no hay comunicación de ningún tipo con la aeronave. Se cree que podrá seguir volando durante cuatro horas más con el combustible que se estima lleva, lo que lo pondría en un punto al sur del océano índico cerca de la antártica al momento de caer con sus aproximadamente 140 personas abordo, incluyendo al presidente. Se estima que en este momento no hay ninguna persona con vida en el avión.” El hombre de la cabezota triangular hizo un pequeño movimiento con la cabeza que significaba que no.

Él seguía subiendo, y el perrito sarnoso lo seguía a distancia, paró, y se volteó hacia atrás y pudo ver el mar. “Me deberán el futuro”.

Vale.